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viernes, 12 de octubre de 2007

La piscina



Estamos S y yo en una pradera. Hay gente haciendo picnic. Ambos estamos de pie, contemplando nuestro alrededor, como en un desnivel de esa pradera. Por ahí pasa una manguera que bota agua por varios puntos. En la parte alta hay carros estacionados, como en una loma.
"Esto se va a inundar muy pronto", le advierto a S, invitándola a subir rápido a la parte alta.
En efecto, muy rápido, como un tsunami, el desnivel se llena con cantidades de agua, un río que desplaza todo lo que encuentra a su paso: gentes, carros, objetos.
Unos metros más adelante el río se convierte en una gigantesca piscina con gente, carros y objetos flotando.
"Yo sé donde está la llave que cierra el paso del agua. Dentro de aquella casucha, al otro lado de la piscina", le digo a S.
Hay gente que se lanza a la piscina de pie, pero no puede nadar. El agua es densa, pesada, oscura, como la del Mar Muerto. La gente se agarra de los bordes de la piscina para moverse y poder salir.
Me lanzo igual de pie y tampoco puedo nadar. Hago el esfuerzo por mover los brazos y la pesadez del agua me lo impide. Sólo puedo flotar. Me agarro de los bordes como los demás y no desisto de la idea de llegar al otro lado. Cuando llego me salgo del agua y entro a la casa rudimentaria, de puertas desvencijadas de madera. Busco una tabla larga para ponerla como un puente sobre la pileta, para que puedan pasar los damnificados hacia esta parte.
Pero dentro de la casa me doy cuenta de que hay seres vivos, pasan rápido, veloces, de un lado a otro. Son personas que no logro identificar.
Salgo de la casa y S ya está a mi lado.
"Aquí hay una invasión", le digo entre asombrado y temeroso.
Entramos los dos un poco más adentro y me doy cuenta de que la casucha no es tal; que hay una casa muy sólida, de piedra, con escaleras, barandas de mármol, pasillos, por los que camina la gente. Parece la sede de una universidad europea.
De afuera no se percibe sino un rancho precario.

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