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domingo, 9 de diciembre de 2007

Cambio de pulmón

Estoy en medio de la plaza de una ciudad que desconozco y no es en Venezuela. Es pequeña, parece más bien una calzada muy ancha. Un vehículo rústico que es de mi propiedad está estacionado a pocos metros, frente a la plaza.
Me encuentro en posición decúbito dorsal derecha y con las piernas recogidas hacia el pecho, casi en posición fetal. Tengo una raja que se abre desde la axila izquierda y baja hasta la cintura. No sangro. No me duele.
Frente a mi está S, vestida de cirujano, con mono verde claro y en las manos tiene guantes de quirófano, un poco ensangrentados. No lleva tapabocas.
Entre ambos hay un pulmón. Luce mustio, como las carnes que tienen mucho tiempo expuestas en la carnicería.
"Te debo cambiar el pulmón por otro. Este se está pudriendo", me dice S acercando la nariz al órgano y poniendo expresión de mal olor.
"Te voy a colocar este", agrega, mostrándome un pulmón rosado, sano y lleno de aire, de buen aspecto.
No sé si lo hizo, pero luego ambos vamos en el vehículo rústico, rodando por una vía rápida hacia alguna parte en esa ciudad extranjera.
(Imágen tomada de Flickr. Autor Flormisato)

sábado, 1 de diciembre de 2007

Lobotomía

Por el bulevar vamos caminando S y yo, tomados de la mano, viendo gente y vidrieras. Vamos contentos.
De pronto, hacia nosotros, de frente, viene una mujer alta, de tez clara, delgada, con la cabeza rapada. Una raya le surca el cráneo en redondo, por encima de los ojos y orejas, como si separara en dos partes la cabeza.
S la conoce. Se le acerca y la mira detalladamente. En la frente tiene como una pestaña de piel que sobresale. S la levanta y se abre la tapa de los sesos, como si fuese un envase.
"¡Quiero ver dentro!, le dice. La mujer accede, no se opone.
Al abrir más la "tapa" se ve el cerebro. En el centro de la masa encefálica hay un hueco negro, perfecto, tubular.
Ambos nos asombramos y nos marchamos despavoridos tras haber visto aquello.
Al caminar rápido por la calle en la huida se nos acercan dos seres extraños. Son idénticos, bajos de estatura, parecen gemelos pero lucen endebles. Quieren preguntarnos algo.
"Son alienígenas", le digo con temor a S.
Tomados de la mano cruzamos la calle rápido para entrar en un estacionamiento.
Queremos huir de ahí velozmente en el carro.
(Imagen tomada de Flickr. Autor Thaisab)

jueves, 22 de noviembre de 2007

Auditorio


Estoy en un salón de clases. Es de proporciones reducidas, parece un aula para cine. Negras cortinas, como de un plástico grueso y pesado, recubren todas las ventanas. Luz artifical alumbra el sitio. En el medio del salón hay una mesa y sobre ella un aparato para proyectar transparencias.
Aguardo un rato, pero ningún alumno ha entrado en todo ese tiempo. Me impaciento y pregunto: ¿Por qué no viene nadie? ¡Ya pasó la hora de entrada!
Angustiado salgo a ver si los alumnos están afuera del aula. En efecto, veo a varios y les digo: "Ya empezó la clase. Por qué no han entrado. Pasen".
Comienzan a entrar al salón. Van en una hilera y son decenas.
Cuando entra el último alumno, paso detrás de él. Dentro todo ha cambiado. Es un enorme auditorio, como un gran salón de cine. Las sillas son como butacas. Están dispuestas en una bajada, como en un auditorio. La mesa con el aparato están en el centro de todas las sillas. Hay espacio para que me mueva.
Doy parte de la clase y les ordeno que se paren y caminen hacia abajo, donde hay una sala de proyección de películas contigua al auditorio, del cual sólo los separa un tabique de poca altura y ventanas.
Yo bajo con todos a ver la película. Al parecer, la veo y cuando termina la proyección les digo que suban de nuevo al auditorio que va a continuar la clase.
Me dirijo a mi lugar, pocos han subido y se han vuelto a sentar.
Espero de nuevo a los alumnos, que no terminan de subir.
(Foto tomada de Flickr)

domingo, 11 de noviembre de 2007

Chinches



Hay una reunión en una casa que desconozco. Veo mucha gente, algunas de pie, faltan sillas y voy a buscar varias para que puedan sentarse.
Llego a un balcón que sí me resulta familiar. Es el de la casa de mi madre, pero más largo. Hay varias sillas cubiertas de polvo y hojas secas.
Un hombre viene a ayudarme a cargarlas. Agarro un sillón viejo, de madera y tela, sobre el cual hay una capa gruesa de polvo y hojas secas. El hombre me ayuda a levantar el mueble para sacudirle el sucio.
Las hojas caen al suelo y algunas se quedan en mis manos. Me las sacudo y un animal, como un chinche o garrapata grande, enorme, que estaba entre las hojas, se queda enganchado a mi mano izquierda. Me pica duro, me duele. Me lo intento quitar con la otra mano, pues he soltado la silla del dolor.
Logro arrancármelo pero siento más picadas. Son las crías que me siguen picando. Siento un ardor en la mano.
Se aferran pero logro arrancarlas frotándome ambas manos.
(Imagen tomada de Fotopolis.net)

sábado, 10 de noviembre de 2007

La cornisa II

Navego solo por un río. Llego a una garganta. De lado derecho hay una montaña, poco escarpada y con mucha vegetación. En la mitad de la cuesta hay un espacio redondo pelado y en el centro un hermoso y robusto árbol que brinda mucha sombra. Arriba hay más vegetación.
Del otro lado hay una pared escarpada de roca sólida y marrón, y a quince metros del nivel del agua una cornisa amplia, como de metro y medio de ancho, que simula una carretera.
Se trata de un sitio donde las personas toman el sol en traje de baño tendidas sobre toallas.
Yo me hallo en la cornisa, algo confundido porque la gente (hay pocas personas), en efecto, le dice a esa zona "la playa".
Abajo el agua es oscura y la superficie está llena de pequeños palos, ramas, hojas y basuras; casi no se mueve el agua.
Un hombre corpulento, con determinación, salta de pie hacia el río. Quiere llegar al otro lado y escalar la montaña para alcanzar el árbol hermoso.
Se hunde en el agua su enorme cuerpo. Espero un rato a ver si sale a flote. Se tarda mucho, burbujas revientan arriba. Nunca más lo veo emerger.
Me da miedo brincar a ese río. Contemplo el árbol desde la cornisa.

lunes, 15 de octubre de 2007

La reina sale del mar

Llegamos a la orilla de la playa en una gran lancha. S me acompaña. En la orilla, ondeando entre las olas que revientan suvamente, veo la imagen de una virgen. Miro varias veces para determinar si es cierto. Se trata de un dibujo nítido en el agua, como un papel traslúcido que flota y se mueve al ritmo que marcan las olas.
Le digo a S que lo mire, pero ella no lo puede ver por más esfuerzo que haga.
De pronto, el dibujo se materializa en una reina que emerge del agua. Es una mulata fornida, mayor, vestida de blanco y lleva una corona de tela también blanca. Detrás de ella van saliendo los miembros de una corte celestial. Todos son negros vestidos de blanco. El último lleva un bebé recién nacido entre sus brazos.
"Ese es tu bebé", le digo asombrado a S. Es un neonato de tez morena clara.
S sonríe.

(Foto de Annais. Tomado de Flickr)

domingo, 14 de octubre de 2007

Reptando en el museo

Estamos en una ciudad desconocida. S y yo vamos a entrar a un museo. Se nos adelantan en la puerta seis mujeres que visten trajes largos de color marrón, con motivos pintados.
Vamos a la exposición y yo tomo una talla grande.
- Mira ésta, le muestro a S.
- No, esa es grande y no me gusta. Prefiero las piezas pequeñas.
Hasta ese punto la acompaño porque sigo caminando solo por los pasillos del museo. Abro una puerta y paso a un cuarto.
Dentro de la habitación hay hombres vestidos con ropas de campañas raídas, como guerrilleros. La estructura está en ruinas por los bombardeos. Estamos en situación de guerra.

Un hombre con un fusil está sobre un montículo de escombros. Y está como enloquecido. Abre "fuego amigo" (le dispara a su propio bando) hacia un pasillo que se ve al principio del cuarto. A él le responden con tiros que van a caer al techo de la habitación.
- ¿Cómo hacemos para desarmar a este loco?, le pregunto a alguien que está a mi lado.
- La única manera es poniendo una bomba y huir de aquí. El enemigo está cerca-, me responde el hombre que lanza un explosivo en la habitación contigua y sale huyendo, advirtiendo a todos del peligro. Con él se van varios. Yo me uno al grupo.


La bomba estalla sonoramente. Corremos todos (somos como tres o cuarto). Yo llevo una granada en la mano derecha.
- Oye, ¿qué hago con esto?, le pregunto al mismo tipo.
- Déjala en la habitación activada. Cuando llegue el enemigo estallará.
La dejo ahí, muy nervioso. Regreso al pasillo donde antes íbamos corriendo y ya los veo lejos. Atrás en la habitación ya no hay nadie. Por un momento no sé que hacer, me siento solo. Comienzo a correr por ese pasillo y siento cómo pasan silbando las balas muy cerca.
"Lánzate al suelo y repta!", me ordena una voz potente.
Me tiro al suelo y levanto polvo. Comienzo a reptar.
El zumbido de las balas me sigue llegando cerca.
(Foto tomada de Flickr)

sábado, 13 de octubre de 2007

La playa

Vamos en el carro S y yo hacia la playa. El camino es de curvas en una montaña con mucha vegetación.
En un momento no me siento capaz de controlar el vehículo y le pido a S que tome el volante.
"Maneja tu", le pido.
S toma el volante y nos conduce perfectamente hasta la playa.
Se trata de una especie de cala, profunda y tranquila. Estamos sobre unas grandes rocas cercanas a la orilla. Sobre otras rocas, a unos veinte metros, hay una familia.
Yo nado desnudo entre esas rocas por debajo del agua y salgo a flote cuando necesito respirar.
"¡Mijo, estás desnudo y aquella familia te puede ver!", me reclama S.
"Ponte el traje de baño", me ordena, lanzando al agua el bolso donde llevo el bañador.
Lo alcanzo. No me altero.

(Foto Gabriel Osorio)

viernes, 12 de octubre de 2007

La piscina



Estamos S y yo en una pradera. Hay gente haciendo picnic. Ambos estamos de pie, contemplando nuestro alrededor, como en un desnivel de esa pradera. Por ahí pasa una manguera que bota agua por varios puntos. En la parte alta hay carros estacionados, como en una loma.
"Esto se va a inundar muy pronto", le advierto a S, invitándola a subir rápido a la parte alta.
En efecto, muy rápido, como un tsunami, el desnivel se llena con cantidades de agua, un río que desplaza todo lo que encuentra a su paso: gentes, carros, objetos.
Unos metros más adelante el río se convierte en una gigantesca piscina con gente, carros y objetos flotando.
"Yo sé donde está la llave que cierra el paso del agua. Dentro de aquella casucha, al otro lado de la piscina", le digo a S.
Hay gente que se lanza a la piscina de pie, pero no puede nadar. El agua es densa, pesada, oscura, como la del Mar Muerto. La gente se agarra de los bordes de la piscina para moverse y poder salir.
Me lanzo igual de pie y tampoco puedo nadar. Hago el esfuerzo por mover los brazos y la pesadez del agua me lo impide. Sólo puedo flotar. Me agarro de los bordes como los demás y no desisto de la idea de llegar al otro lado. Cuando llego me salgo del agua y entro a la casa rudimentaria, de puertas desvencijadas de madera. Busco una tabla larga para ponerla como un puente sobre la pileta, para que puedan pasar los damnificados hacia esta parte.
Pero dentro de la casa me doy cuenta de que hay seres vivos, pasan rápido, veloces, de un lado a otro. Son personas que no logro identificar.
Salgo de la casa y S ya está a mi lado.
"Aquí hay una invasión", le digo entre asombrado y temeroso.
Entramos los dos un poco más adentro y me doy cuenta de que la casucha no es tal; que hay una casa muy sólida, de piedra, con escaleras, barandas de mármol, pasillos, por los que camina la gente. Parece la sede de una universidad europea.
De afuera no se percibe sino un rancho precario.

La cornisa I


S y yo vamos a la playa en el carro por una carretera de curvas y montañas. La zona no es verde, sino árida.
La vía comienza a estrecharse y al final ya no vamos en vehículo sino a pie. Llegamos a un punto donde no es posible seguir el camino: la vía se ha caído y apenas queda una cornisa del lado izquierdo de diez metros, al cabo de los cuales prosigue la vía a la playa.
La cornisa es de materiales frágiles. Debajo de ella hay un precipicio. La pared que está al lado de la cornisa está hecha de casas.
"Aquí se han caído varios, hacia el precipicio. Hay que cruzar con cuidado", le digo a S, quien está muy atenta y tranquila esperando mi instrucción.
"Agárrate de las ventanas de las casas que forman la pared. Pasa despacio y cruza. Primero ve tú, luego voy yo", le indico.
Ella logra cruzar siguiendo mis instrucciones, luego lo hago yo.
Estamos de nuevo en la vía y saltamos un charco agarrados de la mano. Al fondo de la calle se divisa el mar.
Le digo que compremos algo de comer porque le puede dar hambre en la playa. Hay una bodega de pueblo a la izquierda, al final de la calle. Entro con ella.
Pido una barra de pan y queso blanco rebanado. Pero el señor que me atiende me aclara que no puede venderme sólo el queso; que por cada parte de queso debo también llevar la misma cantidad de mortadela.
Le explico a S la situación y ella me responde, malcriada: "A mi no me gusta la mortadela".
- Pero es la única manera de llevar el queso, le digo resignado y decidido a hacer la compra en los términos señalados.
Ordeno el pedido y el tendero mete el queso y la mortadela en una bolsa plástica.
Cuando estoy pagando una señora mayor, que no conozco, me llama por mi nombre.
- Morfeo, este señor (el tendero) no me quiere vender ninguna mercancía si no le respondo las preguntas que me hace, me explica, casi implorando por mi ayuda.
Perplejo por la situación, le pregunto a la señora:
- ¿Y que le ha preguntado?
- Que le diga qué son los alimentos.
Pienso unos segundos y le respondo:
- Dígale que son nutrientes, pero para el cuerpo, porque los nutrientes del alma son otros. Así le venderá la mercancía.

Comenzar el camino



Estábamos en una reunión, en un apartamento por Altamira o Los Palos Grandes. Participaban S, Ñ, M y otros que no logro identificar. Yo también.
En un momento le digo a S que debo salir a buscar algo y regreso.
Me voy y, a la altura de Chacao, quiero regresar.
Voy manejando.
Tomo por una calle en contra sentido. Salgo hacia arriba y cruzo hacia el este, por una calle larga. Al fondo veo el Ávila, mitad verde, mitad nevado (la mitad superior).
Mientras ruedo veo una licorería; el aviso tiene el mismo dibujo del Ávila: mitad nevado, mitad verde.
Sigo manejando el carro y paso al lado de un vendedor ambulante que ofrece un cachorro sobre su mano derecha. Una señora quiere comprárselo, pero le dice:
- Es que no me gustan pequeños porque hacen pupú por todas partes.
Me acerco y desde el carro le digo a la señora:
- No, no se preocupe. Si se le educa desde pequeño aprenden a hacerse donde uno le enseñe.
Sigo mi camino. La vía se va haciendo estrecha y termino a pie. Llego al final de la calle larga que termina en un cruce, como en T. Hacia arriba y abajo se ven casas en hilera.
"Por aquí no es", pienso desorientado.
En la planta baja de un edificio V le abre la reja a una señora.
- ¿Sabes dónde está S? ¿Sabes cuál es el edificio?, le pregunto a V.
- No lo sé -me responde-, pero si comienzas el camino de nuevo, seguro la consigues.