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sábado, 13 de octubre de 2007

La playa

Vamos en el carro S y yo hacia la playa. El camino es de curvas en una montaña con mucha vegetación.
En un momento no me siento capaz de controlar el vehículo y le pido a S que tome el volante.
"Maneja tu", le pido.
S toma el volante y nos conduce perfectamente hasta la playa.
Se trata de una especie de cala, profunda y tranquila. Estamos sobre unas grandes rocas cercanas a la orilla. Sobre otras rocas, a unos veinte metros, hay una familia.
Yo nado desnudo entre esas rocas por debajo del agua y salgo a flote cuando necesito respirar.
"¡Mijo, estás desnudo y aquella familia te puede ver!", me reclama S.
"Ponte el traje de baño", me ordena, lanzando al agua el bolso donde llevo el bañador.
Lo alcanzo. No me altero.

(Foto Gabriel Osorio)

viernes, 12 de octubre de 2007

La piscina



Estamos S y yo en una pradera. Hay gente haciendo picnic. Ambos estamos de pie, contemplando nuestro alrededor, como en un desnivel de esa pradera. Por ahí pasa una manguera que bota agua por varios puntos. En la parte alta hay carros estacionados, como en una loma.
"Esto se va a inundar muy pronto", le advierto a S, invitándola a subir rápido a la parte alta.
En efecto, muy rápido, como un tsunami, el desnivel se llena con cantidades de agua, un río que desplaza todo lo que encuentra a su paso: gentes, carros, objetos.
Unos metros más adelante el río se convierte en una gigantesca piscina con gente, carros y objetos flotando.
"Yo sé donde está la llave que cierra el paso del agua. Dentro de aquella casucha, al otro lado de la piscina", le digo a S.
Hay gente que se lanza a la piscina de pie, pero no puede nadar. El agua es densa, pesada, oscura, como la del Mar Muerto. La gente se agarra de los bordes de la piscina para moverse y poder salir.
Me lanzo igual de pie y tampoco puedo nadar. Hago el esfuerzo por mover los brazos y la pesadez del agua me lo impide. Sólo puedo flotar. Me agarro de los bordes como los demás y no desisto de la idea de llegar al otro lado. Cuando llego me salgo del agua y entro a la casa rudimentaria, de puertas desvencijadas de madera. Busco una tabla larga para ponerla como un puente sobre la pileta, para que puedan pasar los damnificados hacia esta parte.
Pero dentro de la casa me doy cuenta de que hay seres vivos, pasan rápido, veloces, de un lado a otro. Son personas que no logro identificar.
Salgo de la casa y S ya está a mi lado.
"Aquí hay una invasión", le digo entre asombrado y temeroso.
Entramos los dos un poco más adentro y me doy cuenta de que la casucha no es tal; que hay una casa muy sólida, de piedra, con escaleras, barandas de mármol, pasillos, por los que camina la gente. Parece la sede de una universidad europea.
De afuera no se percibe sino un rancho precario.

La cornisa I


S y yo vamos a la playa en el carro por una carretera de curvas y montañas. La zona no es verde, sino árida.
La vía comienza a estrecharse y al final ya no vamos en vehículo sino a pie. Llegamos a un punto donde no es posible seguir el camino: la vía se ha caído y apenas queda una cornisa del lado izquierdo de diez metros, al cabo de los cuales prosigue la vía a la playa.
La cornisa es de materiales frágiles. Debajo de ella hay un precipicio. La pared que está al lado de la cornisa está hecha de casas.
"Aquí se han caído varios, hacia el precipicio. Hay que cruzar con cuidado", le digo a S, quien está muy atenta y tranquila esperando mi instrucción.
"Agárrate de las ventanas de las casas que forman la pared. Pasa despacio y cruza. Primero ve tú, luego voy yo", le indico.
Ella logra cruzar siguiendo mis instrucciones, luego lo hago yo.
Estamos de nuevo en la vía y saltamos un charco agarrados de la mano. Al fondo de la calle se divisa el mar.
Le digo que compremos algo de comer porque le puede dar hambre en la playa. Hay una bodega de pueblo a la izquierda, al final de la calle. Entro con ella.
Pido una barra de pan y queso blanco rebanado. Pero el señor que me atiende me aclara que no puede venderme sólo el queso; que por cada parte de queso debo también llevar la misma cantidad de mortadela.
Le explico a S la situación y ella me responde, malcriada: "A mi no me gusta la mortadela".
- Pero es la única manera de llevar el queso, le digo resignado y decidido a hacer la compra en los términos señalados.
Ordeno el pedido y el tendero mete el queso y la mortadela en una bolsa plástica.
Cuando estoy pagando una señora mayor, que no conozco, me llama por mi nombre.
- Morfeo, este señor (el tendero) no me quiere vender ninguna mercancía si no le respondo las preguntas que me hace, me explica, casi implorando por mi ayuda.
Perplejo por la situación, le pregunto a la señora:
- ¿Y que le ha preguntado?
- Que le diga qué son los alimentos.
Pienso unos segundos y le respondo:
- Dígale que son nutrientes, pero para el cuerpo, porque los nutrientes del alma son otros. Así le venderá la mercancía.

Comenzar el camino



Estábamos en una reunión, en un apartamento por Altamira o Los Palos Grandes. Participaban S, Ñ, M y otros que no logro identificar. Yo también.
En un momento le digo a S que debo salir a buscar algo y regreso.
Me voy y, a la altura de Chacao, quiero regresar.
Voy manejando.
Tomo por una calle en contra sentido. Salgo hacia arriba y cruzo hacia el este, por una calle larga. Al fondo veo el Ávila, mitad verde, mitad nevado (la mitad superior).
Mientras ruedo veo una licorería; el aviso tiene el mismo dibujo del Ávila: mitad nevado, mitad verde.
Sigo manejando el carro y paso al lado de un vendedor ambulante que ofrece un cachorro sobre su mano derecha. Una señora quiere comprárselo, pero le dice:
- Es que no me gustan pequeños porque hacen pupú por todas partes.
Me acerco y desde el carro le digo a la señora:
- No, no se preocupe. Si se le educa desde pequeño aprenden a hacerse donde uno le enseñe.
Sigo mi camino. La vía se va haciendo estrecha y termino a pie. Llego al final de la calle larga que termina en un cruce, como en T. Hacia arriba y abajo se ven casas en hilera.
"Por aquí no es", pienso desorientado.
En la planta baja de un edificio V le abre la reja a una señora.
- ¿Sabes dónde está S? ¿Sabes cuál es el edificio?, le pregunto a V.
- No lo sé -me responde-, pero si comienzas el camino de nuevo, seguro la consigues.